Los ofendía, los insultaba, se burlaba de ellos, les “picaba la cresta”, para que perdieran el temple y hacerlos presa fácil en el ring.
En el día del pesaje, allí estaba para recordarles a sus rivales lo “feo que eran”, y lo “inservible que podían resultar a la hora de enfrentarse con él en cuadrilátero”. Los veía a la cara, los retaba, los encaraba, y les decía en que round todo iba a terminar, porque estaba resuelto a noquearlos.
A la hora de pelear ponía al público de su lado, lo vitoreaban, lo ovacionaban; el público lo acariciaban con su gritos y sus palmas, tan solo para que Muhammad Ali les pidiera que siguieran, que no pararan, que ahí estaba él para “dejarse querer”.
Su aparición en él ring, un solo movimiento, unos saltos de calentamiento, o hacer la “gallinita” mientras calentaba los músculos para dar inicio a la pelea, era suficiente para que el público se entregara.
Sin modestia de por medio, ni de preocuparse que pensaban los demás, se autonombraba: el más grande. El más grande de todos los boxeadores, de todos los tiempos, de todas las épocas, sin dejar lugar para dos. Solo el, Cassisus Clay, el Muhammad Ali, el maestro de la estrategia, el bien amado, el símbolo de la rebeldía y de la libertad.
A la hora de subir al ring, empezaba el misterio de una obra de teatro basada en la realidad, empezaba a volar como mariposa por todo el ring y a picar como abeja.
En el cuadrilátero sabía jugar con el tiempo, tiempo para volar como mariposa, tiempo para picar como abeja, tiempo para invitar al rival a tomar la ofensiva, tiempo para noquear.
Sus rivales iban tras el por todo el ring, Ali volaba y en el viento lazaba su poderoso Jab y su magistral cruzado, una, dos, tres veces. Y volvía a volar a otro espacio del cuadrilátero para repetir la “jugada”.
Su golpe de “ancla” con el que noqueo a Sony Liston, el 25 de Mayo de 1965 era magia pura; un golpe curvo, corto de arriba hacia abajo, que parecía la parte de una ancla, podía terminar una pela antes de que el público se diera cuenta que todo había terminado.
Era un hombre que sabía pagar el precio del triunfo, muchas de las veces esperaba su rival, lo invitaba a atacar con todo lo que tuviera, su oponente iba una y otra vez por él, tan solo para caer noqueado a los pies del maestro, o simplemente para quedarse exhausto en el banquillo de la esquina para ya no salir más.
Muhammad Ali fue un grande arriba y abajo del ring, en 1967 no aceptó ir a la guerra de Vietnam, “mi creencia no me dejará dispararles a mis hermanos”. Dijo.
Negarse a ir a la guerra, le valió que le quitaran su licencia, pasaporte, el título de campeón del mundo y lo inhabilitaran por 4 años en el boxeo, tan solo para volver por la gloria otra vez. Era un espíritu incontenible.
Descanse en paz Muhammad Ali.
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